No diga “sindemia”, diga capitalismo

En un repaso rápido a la ciencia moderna se puede observar cierta tendencia o pretensión hacia una síntesis que explicase mejor la realidad a partir de la conjunción de diversos elementos o, en el caso de la física, fuerzas. La idea de una teoría del todo no es exclusiva de la física teórica. Siguiendo a Mircea Eliade podría aventurarse que cualquier conjunto de relatos míticos que constituyera la cosmología de un grupo humano concreto -esto es, el origen del mundo y de la vida- puede ser descrito, igualmente, como una teoría del todo. Al dirigir la atención a la filosofía, es posible destacar, también, sistemas filosóficos que buscaban aprehender la totalidad de la existencia en autores tan dispares como Platón, Hegel o Whitehead. Las ciencias sociales tampoco han sido ajenas a la explicación del todo y cabría hablar del estructural-funcionalismo de Parsons o del estructuralismo de Lèvi-Strauss.

Sin embargo, ha sido solo en el campo de la física teórica donde la aspiración a describir la realidad a partir de un todo (coqueteando o no con el demonio de Laplace) ha sido realmente fructífera. Al repasar la teoría del campo unificado puede observarse cómo, con el transcurso del tiempo, las sinergías entre diferentes campos de estudios, entre diferentes fuerzas físicas, han producido una nueva forma de comprender el mundo a partir de la reducción de la complejidad. Sin ánimo de ignorar el desarrollo de la física moderna, me limitaré a mencionar de pasada el desarrollo de la teoría del campo unificado desde el electromagnetismo (electroestática y magnetismo), el modelo electrodébil (electromagnetismo e interacción débil) y el modelo estándar (modelo electrodébil y cronodinámica cuántica). A pesar de los intentos que parten de Einstein -y con la importante injerencia del Teorema de Gödel- aún no ha sido posible integrar en una nueva síntesis explicativa el modelo estándar y la relatividad general.

La brevísima historia de la teoría del campo unificado sirve de telón de fondo para recuperar unas palabras de Lèvi-Strauss acerca de la ciencia. El antropólogo francés afirmaba algo así como que el objeto de la ciencia no era más que reducir la complejidad a formas más elementales de comprensión. Bajo esta premisa se entiende que nuestro trabajo como científicos consiste, de modo más que coloquial, en hacer las cosas más fáciles y que todo intento de complejizar aún más la realidad habría de ser censurado. Si se quiere, con algo de ironía, podría decirse también que la vida es ya lo suficientemente barroca como para que su descripción sea más barroca que el propio barroco.

Sin embargo, en este tiempo pandémico no todas las aportaciones teóricas han ido en la línea de reducir la complejidad o de ofrecer una síntesis creativa y heurísticamente productiva. Un ejemplo flagrante podría ser la introducción en ciencias sociales, muchas veces como un Grial, del término “sindemia” propuesto por el antropólogo médico Merril Singer a finales del siglo XX. Tal concepto indicaría la co-existencia de dos o más epidemias que, al compartir factores sociales, se retroalimentan entre sí generando nuevos fenómenos emergentes de naturaleza compleja. La actualidad de la “sindemia” viene marcada por su uso en un artículo publicado en la revista científica The Lancet en el que su director, Richard Horton, apunta que la incidencia del Coronavirus depende de las estructuras y patrones de desigualdad sociales existentes en cada sociedad.

Quizás para las personas no especializadas en cuestiones biomédicas exista algún pequeño detalle que escape a nuestra comprensión. Sin embargo, la coincidencia en el mismo marco espacio-temporal de dos o más pandemias se antoja complicado si, como afirma Horton, el Coronavirus comparte espacio con aquello que la Organización Mundial de la Salud llama grupo de enfermedades no transmisibles (enfermedades respiratorias, cardiovasculares, cáncer y diabetes). Más aún, si se atiende a la propia definición de “pandemia” que proporciona la OMS se observará que una de sus características principales es la posibilidad de transmisión, ¿cómo podríamos hablar de “sindemia” cuando alguna de las enfermedades que actúan de forma contemporánea no es transmisible y, en un plano teórico, no podría ser considerada como “pandémica”? Una respuesta rápida podría ser recurrir a la “comorbilidad” , un concepto que indica la presencia de dos o más agentes patógenos infecciosos -sean estos transmisibles o no- en un mismo ser vivo de forma contemporánea.

Sin embargo, vuelvo a darme de bruces con los pequeños detalles de la biomedicina. La pequeña diferencia entre “comorbilidad” y “sindemia” no es otra que los “factores sociales”. Atendiendo al artículo de Horton, -pero también, por ejemplo, al de Cristina Sánchez-Carretero (presidenta de la Asociación de Antropología del Estado Español)- la alta incidencia del COVID-19 está vinculada no solo a las enfermedades no transmisibles, sino situaciones de desiguald y vulnerabilidad estructurales que afectan a grupos de población concretos y definidos por variables de tipo sociológico como la clase social, el género y/o la etnicidad. El enfoque “sindémico” de una enfermedad no habría, entonces, que enfrentar únicamente la cura biomédica de la misma, sino afrontar los problemas sociales que exacerban las consecuencias de la primera y aquellos otros nuevos problemas que produce de modo emergente.

De lo anterior se deduce que la segunda pandemia en acción no es más que el actual curso de la vida cotidiana y la producción de estructuras de desigualdad. Llevado al extremo, como en el caso del filósofo Santiago Alba Rico, cabría hablar del capitalismo como si de una pandemia se tratase, aunque, por si no fuera suficiente, también puede tratatarse de un “capitalismo sindémico”. Sin pretender entrar en círculos viciosos de definiciones y contra-definiciones, la única conclusión clara a estas alturas es que el término “sindemia” es usado para enfatizar cómo la distribución desigual de la riqueza y las jerarquías sociales, condicionadas igualmente por la clase social, el género y la etnicidad, afectan al estado físico y la salud de las personas.

¿Y si hablásemos en su lugar de una política económica del cuerpo?

La esperanza de vida, la enfermedad y la salud, el bienestar psíquico y corporal son, en buena medida, producto de nuestra manera de vivir y de sus estructuraciones y objetivaciones colectivas e incorporaciones subjetivas. El nivel sanitario, la educación de la salud, el acceso a una alimentación equilibrada, al agua potable, la disponibilidad de viviendas salubres, las prácticas de cuidado infantil y la producción de una relacionalidad dialógica y equilibrada, con sus efectos sobre la esperanza de vida […] dependen en gran parte de las políticas de distribución de la riqueza y del bienestar entre la población, de mecanismos de inclusión y exclusión social. (Ramírez Goicochea, 2013:199)

Sapolsky (en Ramírez Goicochea, 2013) muestra como, en las especies animales definidas como sociales, el establecimiento y el mantenimiento de jerarquías influyen en la calidad de vida, en la salud. Centrado en el caso humano, apunta al estatus socio-económico como catalizador de algunas enfermedades específicas. Walls y Williams (Idem) indican cómo ciertos factores socio-políticos e ideológicos pueden desencadenar procesos de discriminación étnica y éstos, a su vez, producir, a modo de emergencias, efectos negativos sobre la salud de dichos colectivos.

No defiendo en estas líneas la sensatez de una antropología médica o una antropología del cuerpo que tome a la economía política como marco teórico. Más bien, me interesa señalar la capacidad para reducir la complejidad de ciertas aproximaciones teóricas clásicas frente a la introducción de neologismos que, como he tratado de apuntar más arriba, únicamente generan confusión y que, en mi opinión, pueden llegar a despolitizar ciertos aspectos de la vida cotidiana.

El énfasis puesto en lo social por parte de los análisis sindémicos parte, únicamente, de la vinculación de éstos con una pandemia en curso. Las desigualdades y vulnerabilidades que recorren el cuerpo social de la mayoría de los estados han sido puestas de manifiesto porque otra problemática las ha traído a la luz, como si, previamente, tales cuestiones sociales fueran inexistentes o, en el mejor de los casos, ignoradas. Esto supone una especie de re-nacimiento, un nuevo año cero, para las desigualdades como procesos aislados, sin historia, que no tenga en cuenta su dimensión procesual, histórica, aquello que Braudel definió como procesos de larga duración.

La cuestión no habría de ser el análisis de las desigualdades y las vulnerabilidades a partir de su estrecha vinculación con la pandemia vírica en curso, sino el estudio de la propia desigualdad en sí misma como elemento nuclear y específico de un modo de vida concreto. No se trata tanto, como sugiere Sánchez-Carretero, de “poner el centro en las desigualdades sociales que están detrás de la covid-19”, sino estudiar la desigualdad en sí misma, sin epítetos ni condicionantes contextuales. La cuestión no es baladí porque las medidas a desarrollar -de forma co-participada, si se quiere, come propone Sánchez-Carretero- no han de ser las mismas si enfrentamos un problema puntual, fruto de un contexto determinado, o si se trata de una condición estructural, arragaida en la cotidianidad a partir del conjunto de actividades con el que dotamos de forma y de sentido a nuestro mundo social.

Traer, una vez más, de vuelta a Marx no es una vieja obsesión. Ateniéndome al significado propuesto de “sindemia” y su énfasis en los factores sociales negativos en tiempos pandémicos así como a las propuestas socio-políticas para salir del atolladero -condensadas en una redistribución “igualitaria” de la riqueza- todo parece indicar que la dirección a seguir sea la lucha contra el capital. ¿Cómo podemos garantizar -retomando las palabras de Horton- una solución multinivel capaz de hacer frente al problema del empleo, la vivienda, la educación, la alimentación y el medio ambiente? ¿Cómo pueden -esta vez en el argumentario de Alba Rico- la ciencia y la política “luchar para liberar a la humanidad del capitalismo” si no es a través de una ciencia y una política de corte anticapitalista?

La ironía de los análisis sindémicos reside, precisamente, en intentar resolver los problemas sociales que el capitalismo ha generado sin necesidad de atacar al propio capitalismo. Un extraño oximorón como el de aquellos que, subidos a la ola del Black lives matter, se declararon “antirracistas” sin cuestionar, ni siquiera un segundo, su afición a la política de corte fascista. Ignorar la influencia del capitalismo o, si se prefiere, del neoliberalismo, no solo extrae los procesos actuales de la corriente histórica, como ya he comentado, sino que, y esto es lo más importante, produce una despolitización de la realidad

Entiendo por despolitización una de las consecuencias de la desvinculación –fetichización, si se prefiere la terminología de Marx- de los hechos sociales de sus actores sociales, el olvido consciente y voluntario del origen social concreto de muchas de los problemas que ha agravado la pandemia/sindemia. Eliminada de nuestras mentes la obligatoria adscripción social de los eventos, no queda más remedio que aceptarlos como ya dados, como una serie de factores a priorísticos existentes en la vida frente a los que nada o poco podemos hacer. En una rápida concatenación de acciones e inacciones se puede observar la dificultad que presenta el intentar regular, controlar y/u organizar la vida cotidiana en torno a cuestiones que o no existen o están más allá del ámbito de lo social. Parafraseando a Cervantes, al reificar aspectos concretos de la realidad social no hacemos más que convertir los molinos en gigantes.

Los análisis sindémicos intentan salvar la complejidad social al incluir, como si de un campo unificado se tratase, tanto los factores biomédicos como aquellos otros socio-culturales. Sin embargo, y al contrario de lo propuesto por Lèvi-Strauss, el uso de este neologismo -que, en cierto modo, aspira a reducir la realidad para poder actuar mejor sobre ella- sigue añadiendo nuevas fuentes de confusión en forma de molinos y gigantes. El interés por lo social de lo sindémico no queda lejos, tampoco, de una de las máximas del despotismo ilustrado: todo para el pueblo, pero sin el pueblo; pongamos en valor los aspectos sociales de la pandemia del SARS-CoV-2, pero sin acudir a lo social.

Para acudir a lo social, al menos desde la antropología social y cultural, habríamos de atender al contenido de las acciones concretas de una variedad de agentes sociales ubicados en el espacio-tiempo, prestar atención a las redes de interacciones no siempre mutuas, recíprocas y por tanto asimétricas que dotan de forma y significado al mundo en el que se desenvuelve nuestra cotidianidad. Esto significa, en términos de Cervantes, proceder a la deconstrucción de los gigantes que asolan a Don Quijote no solo con la intención de hacer ver que se trata, simplemente de molinos construidos por seres humanos, sino para intentar alcanzar a comprender las motivaciones, las intenciones, las expectativas y los significados de todos aquellas acciones que desembocaron en la construcción de molinos y no castillos en ese lugar y no en otro.

Si se trata, por tanto, de acercarnos a las acciones que construyen (material, discursiva y simbólicamente) cuestiones tales como la desigualdad, la vulnerabilidad y/o la pobreza podemos acudir, como no podría ser de otra manera, a la siempre de moda economía política marxista; una tradición teórica fructífera en estas lides. Traer de vuelta a Marx, otra vez, no es un simple capricho nostálgico. Muchos o algunos de sus conceptos teóricos centrales no solo se han ajustado nítidamente a la realidad social, sino que han demostrado una gran capacidad heurística en análisis ulteriores. Sin embargo, tampoco se debe cantar victoria. El materialismo histórico invita, como el demonio de Laplace. a un férreo determinismo de carácter económico que, por sí solo, no sería capaz de explicar ni comprender la realidad social.

Sea como fuera, y una vez admitidas las dificultades inherentes al materialismo histórico, la cuestión final en torno a lo sindémico y los procesos de despolitización/repolitización de las desigualdades tiene que ver no tanto con nuestro posicionamiento individual en cuestiones políticas como con la pretensión de neutralidad de la ciencia. Quizás sea hora de abandonar la mentira, mil veces repetida, acerca del científico como agente políticamente neutro y admitir que, como diría Foucault, todo, incluso en la ciencia, es política. Una vez liberados de nuestras máscaras, podremos bailar libres alrededor de cuantos gigantes con los pies de barro encontremos en la vida social.

La validez de una ciencia social como la antropología no reside tanto en su neutralidad política, sino en el empleo riguroso de una metodología concreta y de una férrea adscripción al empirismo naturalista. Como científicos, como co-productores de la realidad social, coadyuvantes de la misma, debemos ir más allá de la identificación del binomio gigantes/molinos y, a partir del ejercicio empático generado en la interrelacionalidad dialógica que supone el trabajo de campo, tratar de revertir la situación crítica estudiada desde una antropología comprometida con valores como la igualdad, la equidad y la justicia.

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