Publicado en inglés por Wade Davis el 01/02/2021 en Scientific American.
Traducido por Alejandro Carrión León
En 2012, tanto Kiplinger como Forbes clasificaron a la antropología como la titulación de pregrado menos valiosa, desatando una pequeña ola de indignación en la que muchas personas ajenas al campo se apresuraron a defender el estudio de la cultura como una preparación ideal en cualquier vida o carrera en un mundo interconectado y global. La respuesta de los antropólogos profesionales, confrontados tanto por un desafío existencial como por una humillación pública, fue más seria, pero igualmente ineficaz, ya que la voz de la disciplina había sido silenciada por una generación de ensimismamiento mezclado con una indiferencia por el compromiso popular que roza el desprecio.
Ruth Benedict, acólita del gran Franz Boas y presidenta de la American Anthropological Association (AAA) en 1947, supuestamente dijo que el propósito principal de la antropología era hacer del mundo un lugar seguro para las diferencias humanas.
Hoy dicho activismo parece tan pasado de moda como un salacot. Inmediatamente después del 11-S, la AAA se reunió en Washington D.C. Cuatro mil antropólogos se encontraron en la capital de la nación a raíz del mayor evento histórico que ellos o el país sufrirían. Dicho congreso apenas recibió una mención en The Washington Post, unas pocas líneas en la sección de cotilleos destacando, esencialmente, que los pirados estaban de vuelta en la ciudad. Es difícil saber quien fue más negligente, si el gobierno al no escuchar a los profesionales que pudieron haber contestado a la pregunta en boca de todos -¿porqué nos odian ?– o la propia disciplina en su intento de salir de sí misma y ofrecer su amplio conocimiento a los intereses de la nación.
Tuvo que ser un extraño quien recordase el porqué la antropología importa. Charles King, profesor de asuntos internacionales en la Georgetown University, empieza su extraordinario libro The Reinvention of Humanity invitándonos a imaginar el mundo tal y como existia en las mentes de nuestros abuelos, quizás nuestros bisabuelos. La raza, apunta, era aceptada como dada, como un hecho biológico, con linajes que dividían a los blancos de los negros remontándose a tiempos primordiales. Las diferencias de costumbres y creencias reflejaban diferencias de inteligencia y destino, cada cultura encontrando su lugar en la escalera evolutiva desde el salvajaismo y la barbarie hasta la civilizada calle Strand de Londres, con su hechiceria tecnológica, el gran logro de Occidente, como única medida de progreso y éxito.
Las característsicas y los comportamientos sexuales se suponían fijos. Los blancos eran inteligentes y productivos, los negros físciamente fuertes, pero vagos, y algunas personas no se podían casi ni distinguir de los animales; en una fecha tan tardía como 1902 se debatía en el parlamento australiano si los aborigenes eran seres humanos o no. La política era dominio de los hombres, mientras que las obras de caridad y la casa eran el reino de las mujeres. El sufragio femenino se institutó en 1919. Los inmigrantes eran vistos como una amenaza, incluso por aquellos otros que acababan de llegar a la orilla. Los pobres eran responsables de sus propias miserias, incluso cuando la armada británica informó de que la altura de los oficiales reclutados en 1914 era, de media, seis pies más alta que la de los hombres alistados, simplemente debido a la nutrición. En cuanto a los ciegos, sordos y mudos, los lisiados, idiotas, mongoloides, y los locos, era mejor encerrarlos, lobotomizarlos e incluso eliminarlos del pool genético.
La superioridad del hombre blanco era aceptada con tal seguridad que el Oxford English Dictionary en 1911 no poseía entradas para racismo o colonialismo. En una fecha tan reciente como 1965, Carleton Coon escribió dos libros, The Origin of Races y The Living Races of Man, en los cuales avanza la teoría de que el dominio político y tecnológico de los europeos era una consecuencia natural de superioridad genética evolucionada. Coon incluso aseguraba que “la mezcla genética puede alterar la genética tanto como el equilibrio social de un grupo”. Cuando Coon se jubilo en 1963 era un profesor y comisario respetado de la University of Pennsylvania. El matrimonio interracial continuó siendo ilegal en buena parte de Estados Unidos hasta 1967.
Hoy en día, apenas dos generaciones después, no hace falta decir que ninguna persona educada compartiría alguna de estas certezas decantes. De igual modo, aquello que damos por hecho sería inimaginable para aquellos que defendían firmemente convicciones que aparecen claramente equivocadas y moralmente censurables al ojo moderno. Todo esto nos conduce a una pregunta. ¿Qué permitió que nuestra cultura fuera de cero a 60 en una generación, mientras las mujeres se movían de la cocina a las salas de juntas, la gente de color de las cabañas a la Casa Blanca y los hombres y las mujeres gays del armario al altar?
Los movimientos políticos se construyen sobre la posibilidad de cambio, unas posibilidades creadas por nuevas formas de pensar. Antes de que cualqueira de estas luchas pudiera florecer, algo fundamental, un destello de conocimiento, tuvo que desafiar y, al mismo tiempo, destrozar los cimientos intelectuales que sostenían algunas creencias arcaicas tan irrelevantes para nuestras vidas como las nociones de los clérigos del siglo XIX, seguros de que la Tierra tenía únicamente 6.000 años.
El catalizador, como Charles King nos recuerda, fue la sabiduría y el genio científico de Franz Boas y un pequeño grupo de valientes eruditos —Margaret Mead, Alfred Kroeber, Elsie Clews Parsons, Melville Herskovits, Edward Sapir, Robert Lowie, Ruth Benedict, Zora Neale Hurston y muchos otros- contrarios a todo y que, bajo su órbita, estaban destinados a cambiar el mundo. Hoy vivimos el paisaje social de sus sueños. Si encuentras normal, por ejemplo, que un chico irlandés tenga una novia asiática, o que un amigo judío encuentre consuelo en la dharma budista, o que una persona nacida en un cuerpo masculino se identifique a sí mismo como una mujer, entonces eres un hijo de la antropología.
Si reconoces que el matrimonio no implica exclusivamente un hombre y una mujer, que las madres solteras pueden ser buenas madres, y que dos hombres o dos mujeres pueden criar buenas familias mientras haya amor en el hogar, es porque has abrazado valores e intuiciones inconcebibles para tus bisabuelos. Y si crees que la sabiduría puede encontrarse en todas las tradiciones espirituales, que la gente en todas partes están siempre bailando con nuevas posibilidades de vida, que uno conserva mermelada, pero no cultura, entonces estás compartiendo una visión de compasión e inclusión que quizás representa la revelación más sublime de nuestra especie, la realización científica de que toda la humanidad es una totalidad interconectada e indivisa.
Ampliamente conocido como el padre de la antropología cultural americana, Franz Boas fue el primer intelectual que exploró de manera abierta y neutral el cómo los humanos forman las percepciones sociales, y cómo los miembros de las distintas sociedades devienen condicinados para ver e interpretar el mundo. ¿Cual es, se preguntaba Boas, la naturaleza del conocimiento? ¿Quien decide lo que debe ser conocido? El cómo estas creencias y convicciones aparentemente aleatorias convergen en algo llamado cultura, un término que Boas fue el primero en promover como principio organizador, fue su util punto de partida intelectual.
Adelantado a su tiempo, Boas reconoció que cada comunidad social, cada racimo de personas distinguidas por su lenguaje o inclinaciones adaptativas, era un aspecto único del legado y de la promesa humana. Cada una era producto de su propia historia. Ninguna existía en sentido absoluto; cada cultura era un modelo de realidad. Nosotros creamos nuestros reinos sociales, diría Boas, determinanos lo que definimos como sentido común, verdades universales, las reglas apropiadas y los códigos de conducta. La belleza reside realmente en el ojo del espectador. Los modales no hacen al hombre; los hombres y las mujeres inventan los modales. La raza y el género son construcciones culturales, no derivan de la biología, sino que nacen del reino de las ideas.
Críticamente, nada de esto implica un relativismo extremo como si cualquier comportamiento humano deba ser aceptado simplemente porque existe. Boas nunca solicitó eliminar el juicio, solo su suspension de modo tal que todos los juicios a los que estamos obligados ética y moralmente como seres humanos fueran informados. Incluso cuando apareció en la portada de la revista Time en 1936, un judió alemán exiliado de una patria que chorreaba sangre, Boas criticó la crueldad y la estupidez del racismo científico. Inspirado por su trabajo entre los inuit en Baffin Island, y después entre los Kwakwaka’wakw del noroeste del Pacífico, informó a todo aquel que quisiera escuchar que el resto de personas del mundo no eran intentos fallidos de ser como ellos, intentos fallidos de ser modernos. Cada cultura era una expresión única de la imaginación y el corazón humanos. Cada una era una respuesta a la pregunta fundamental: ¿Qué significa ser humano y estar vivo? Cuando se responde a esta pregunta, la humanidad responde en 7.000 lenguas diferentes, voces que comprimen colectividad nuestro repertorio para tratar con todos los desafíos a los que nos enfrentamos como especie.
Boas no viviría para ver sus visiones e intuiciones confirmados por la ciencia dura, mucho menos definir el zeitgeist de una nueva cultura global. Pero, 80 años después, los estudios del genoma humana han revelado la dotación genética de la humanidad como un único continuum. La raza, realmente, es una ficción. Todos estamos hechos del mismo retal genético, todos descendemos de ancestros comunes, incluidos aquellos que salieron de África hace 65.500 años embarcándose en un viaje que a lo largo de 40.00 años, unas meras 2.500 generaciones, llevaron el espíritu humano a cada esquina del mundo habitable.
Pero, aquí está la idea importante. Si todos procedemos a la misma fábrica de vida, entonces, por definición, todos compartimos la misma agudeza mental, el mismo genio crudo. Si este potencial intelectual es ejercitado a través de la innovación tecnológica, como ha sido el gran logro de Occidente, o a través del desenredo de complejos hilos de memoria inherentes a los mitos, una prioridad de otros muchos pueblos del mundo, es simplemente una cuestión de elección y orientación, visiones adaptativas y énfasis culturales. No hay una jeraraquía del progreso en la historia de la cultura ni una escalera evolutiva que conduzca al éxito. Boas y sus estudiantes tenían razón. La brillantez de las investigaciones cientificas, las revelaciones de la genética moderna, han afirmado de modo asombroso tanto la unidad de la humanidad como la sabiduría esencial del relativismo cultural. Cada cultura realmente tiene algo que decir, cada una merece ser escuchada así como ninguna tiene el monopolio de la ruta hacia lo divino.
Como científico, Boas se ubica con Einstein, Darwin y Freud como uno de los cuatro pilares intelectuales de la modernidad. Su idea principal, destilada en la noción del relativismo cultural, fue un cambio radical, tan único en su modo como la teoría de la relatividad de Einstein en la disciplina física. Todas las propuestas de Boas fueron contra la ortodoxia. Fue una destrucción de la mente europea, el equivalente sociológico a la división del átomo. Y aunque su investigación le llevó a los esotéricos reinos del mito y del chamanismo, el simbolismo y el espíritu, Boas permaneció anclado en las políticas de justicia racial y economómica, en la promesa y el potencial del cambio social. Un incansable defensor de los derechos humanos, Boas mantuvo siempre que la antropología como ciencia solo tenía sentido si era practica al servicio de una mayor tolerancia. “Es posible”, escribió Thomas Gosset in su libro de 1963 Race: the history of an idea in America, que “Boas hiciera más para combatir los prejuicios raciales que cualquier otra persona en la historia”.
Aunque hoy día son recordados como los gigantes de la disciplina, Boas y sus estudiantes en su tiempo fueron despedidos de sus trabajos a causa de activismo; sus ascensos fueron postergados debido por sus creencias; fueron acosados por el FBI al tratarse de personas subversivas; y atacados en la prensa simplemente por ser diferentes. Y todavía se mantuvieron firmes, y gracias a que lo hicieron, como escribe Charles King, “la antropología se impusó en la primera línea de la gran batalla moral de nuestro tiempo… [como] anticipó y en buena medida construyó los cimientos intelectuales de los cambios sociales sísmicos de los últimos cien años desde el sufragio femenino y los derechos civiles a la revolución sexual y el matrimonio igualitario”
Si Boas estuviera todavía con nosotros, su voz seguramente resonaría en las plazas, en los medios de comunicación y en los pasillos de poder. Nunca se hubiera sentado en silencio viendo como la mitad de las lenguas del mundo flotan al borde la extinción, lo que implica en una sola generación la pérdida de la mitad del legado intelectual, ecológico y espiritual de la humanidad. Ante aquellos que sugieren que las culturas indígenas están destinadas a desaparecer, Boas replicaría que el cambio y la tecnología no amenazan a la tecnología, sino el poder. Las culturas amenazas ni son frágiles ni vestigios; en cualquier caso, se trata de pueblos dinámicos, vivos, que están siendo expulsados de la existencia por fuerzas identificables. Si los seres humanos son agentes de la pérdida cultural, diría Boas, seguramente podemos ser facilitadores de la supervivencia cultural.
La antropología importa porque nos permite mirar debajo de la superficie de las cosas. La mera erxistenca de otras formas de ser, otras formas de pensar, otras visiones de la vida misma, desminte a aquellos que, en nuestra propia cultura, dicien que no podemos cambiar, como sabemos que debemos, la forma fundamental en la que habitamos este planeta. La antropología es el antídoto al nativismo, la enemiga del odio, una vacuna de entendimiento, tolerencia y compasión que silencia la retórica de los demagogos inoculando el mundo de gente como los Proud Boys y Donald Trump. Como los eventos de los últimos meses han mostrado, la lucha empezada hace tiempo por Franz Boas está en curso. Nunca la voz de la antropología ha sido tan importante.