Este artículo versa sobre la producción social del espacio, la espacialización de la cultura. La perspectiva simbólica nos acercará a un análisis del espacio público en el que mostrar la construcción social y la producción social de los espacios. Defenderé, por tanto, la constitución de la plaza como un lugar común, una topía, en la que no son solo expresivas sus referentes materiales (diseño, edificación, estilo,…), sino la importancia de la presencia de las personas que dotan al espacio de vida con sus acciones concretas.
A continuación, planteareamos el conflicto que supone el pretendido cierre de las escaleras de Piazza di Spagna por parte de un agente económico que, mediante el mecenazgo, ha contribuido a su limpieza y mantenimiento del lugar. Incorporando las tareas de rehabilitación a la construcción social, la Piazza di Spagna se muestra ahora no solo como un escenario de película (Vacaciones en Roma, 1953, Wyler) y un ineludible encuentro con la historia, sino como una representación de un conflicto expresado a través del espacio.
En último lugar intentaré dilucidar algunas posibles relaciones, y consecuencias de éstas, surgidas entre agentes económicos privados y el gobierno local en un contexto,marcado por la presencia -y la necesidad- de un turismo global constituido, en muchos lugares, como primer agente de las economías locales. Se pretende en este encuentro de agentes indagar sobre el peso, la importancia, de instituciones específicas en la construcción social y las posibles modificaciones en la conducta de las personas que, con su presencia y sus acciones, dan vida a espacios urbanos como las plazas.
La plaza como lugar antropológico
La definición y caracterización de un espacio parece conducirnos, inevitablemente, a poner en diálogo o, al menos, a partir de ciertas ideas de Augè y Foucault. Para mis intereses, acotaré los lugares no tanto en referencia a su vertiente física y material, sino como un espacio social, un espacio donde transcurre y cobra forma, donde se localiza, la acción social. Augé (2010) trabaja a modo de contrapunto la configuración de los “no-lugares” y, por tanto, ha de presentarnos, en primera instancia, aquello que él considera como un lugar, concretamente el “lugar antropológico”.
Para Augé (2010), el lugar no es más que una marca espacio-temporal a la que están circunscritas los marcadores diacríticos de la identidad cultural. Esta combinación de dimensiones podría entenderse, también, bajo la formulación cronotópica de Bajtin (1975), El lugar, por tanto, es la conjunción de un espacio y un tiempo, una relación bidimensional dentro de la cual nos expresamos, desarrollamos nuestra vida y expresamos nuestras identidades culturales. A través de nuestras acciones situadas en el espacio, de la puesta en práctica de aquello que nos hace diferente frente a los otros, desarrollamos un sentimiento de identificación, naturalizamos los lugares y los convertimos en parte de nosotros mismos.
El lugar ha de ser, por fuerza, un entorno relacional, un espacio de desarrollo y acción de la vida social en toda su extensión. Los lugares se expresan en relaciones sociales, en términos de ordenamiento de personas, distribución, localización, dirección, exclusión,… Las relaciones sociales existentes, por ejemplo, en el interior de un aula ordenan el espacio, establecen jerarquías (maestro-alumno, p.e.), establecen un orden (la mirada dirigida a la pizarra), impiden que determinados alumnos se sienten junto a otros,… La base del lugar, según la propuesta de Augé (2010), no es otra que la relación social, incluyendo en ésta la topografía celestial, aquellos lugares de comunicación, de relación, expresados más allá de la naturaleza.
La última característica del lugar antropológico la hace depender Augé (2010) de la historia. Son lugares que han sido hecho de numerables sucesos, lugares dispuestos para la re-activación de la memoria y el recuerdo. Se trata de espacios ya transitados en los que la historia, con nuestra presencia, se re-vive. Se trata, pues, de espacios plagados de recuerdos que se van “atando al tiempo” (Fernández, 2005; Velasco, 1982). Vemos, nuevamente, como Augé (2010) juega en las cercanías del cronotopo. El lugar no solo es lugar en el tiempo presente ni tampoco es simplemente el producto de la traslación de los hechos del pasado a nuestro tiempo. El lugar, en la concepción de Auge, supone la unión de varios tiempos en un solo espacio, de manera que el pasado siempre sea presente y que nos permita vivir la historia.
La plaza como topía
Foucault, años antes que Augè, pero igualmente a manera de contrapunto, se propuso estudiar las relaciones entre el espacio y el lugar. Foucault se adentrará en el estudio de las utopías y las heteropías, pero para poder llegar a describir estos lugares ha de partir de los lugares reales, las topías.
La topía de Foucalt es un lugar normal y normalizador. Un espacio en el que desarrollan una serie de acciones que requieren unas pautas, unas convenciones, que establecen límites, direcciones, posiciones,… Fuera del lugar tópico las personas se hallan desubicadas al carecer de las referencias, de los patrones, adecuados para su tránsito, llegando a percibir esos lugares (y por extensión a las personas que allí encuentran) como extraños, diferentes.
Las topías también son lugares reales y realistas. Las personas obtienen una experiencia directa de la realidad a partir de lo que en estos lugares se encuentran. El lugar existe en tanto que es el medio en el que se desarrolla la acción y, al mismo tiempo, esta acción dota a las personas de un mayor sentido de la realidad, admitiendo que, fuera de las topías, no existe nada parecido, igual.
La última característica sería la consideración de un espacio común. La topía ha de entenderse, de manera individual o colectiva, como un espacio en el que todas las personas se encuentran igualmente situadas (sea esta situación en el interior o en el exterior del propio espacio). Todos comparten una experiencia de localización, llegando a presentar esquemas como “nosotros-dentro-unidos” y “ellos-fuera-aislados”.
De una u otra manera, de Augé a Foucault, intentamos aproximarnos a la idea clave de la necesidad, de la obligatoriedad, de la acción social para la configuración del espacio. Sea (mal) entendido como un cronotopo en el que expresarnos o como un espacio de configuración de la normalidad y de la realidad, el lugar lleva indisolublemente asociado la presencia de seres humanos que interactúan de maneras diversas.
Construyendo el espacio público, construyendo una plaza
Si he desterrado, mínimamente, para mi propósito la configuración física de la plaza es para centrame en su construcción social. Setha Low (1996) en su descripción etnográfica de dos plazas en San José, Costa Rica, aporta un término de gran utilidad, como es la “espacialización” y que define como la localización -física y conceptual- de las relaciones y las prácticas sociales en un espacio socialmente construido. A la luz de este término, se puede entender como tanto los lugares antropológicos de Augè o las topías de Foucault todos los espacios son ilustraciones de construcciones sociales del espacio.
Siguiendo a Low (1996), el estudio de la espacialización de la cultura ha de realizarse a partir de dos pilares básicos y necesarios: la construcción social del espacio y la producción social del espacio. Éste último concepto presenta un énfasis materialista, apegado a la economía y a la génesis política del espacio; mientras que la construcción social del espacio dirige nuestra atención hacia la experiencia simbólica, hacia los procesos de interacción de las personas, al conflicto y al control.
En la producción social de un espacio habría que tener en cuenta, por ejemplo, planes urbanísticos, diseños arquitectónicos, transacciones comerciales relativas a los materiales, procesos constructivos,… Mientras que la construcción social del espacio es “la transformación del espacio en escenas y acciones con significado simbólico”. Recurriendo a un burdo símil anatómico, la producción social equivaldría a los huesos que dan forma a un cuerpo y la construcción social serían los músculos que lo dotan de movimiento, en otras palabras, de vida.
El requerimiento de estas condiciones por parte de la espacialización de la cultura no implica que ambas hayan de estar de acuerdo o congeniar. Es más, la propia obra de Low (1996) ilustran los conflictos que pueden surgir entre la planificación social del espacio, aquello que hemos dado en llamar producción social, y la experiencia vívida del espacio, la construcción social del espacio. Las plazas muestran, de manera característica, como el espacio viene socialmente construido y determinado, poniendo a veces en cuestión aquello que se pretende establecer desde su formulación teórica, su producción social. En otras palabras, el conflicto nace a partir de las diferencias existentes -y visibles- entre las nociones preconcebidas de utilización del espacio público por parte de sus diseñadores y/o mecenas (patrocinadores) y el valor de uso real que le dan las personas en el curso de sus actividades cotidianas.
El conflicto
El conflicto, entre, por una parte, los diseñadores del espacio público y, por otra, los usuarios a propósito de la Piazza di Spagna es de utilidad para discernir algunas de las vicisitudes de los posibles enfrentamientos en el diseño y uso de los espacios públicos. Hoy día es tarea de la historia remontarse a la producción social de la Piazza di Spagna y no es muy difícil darse cuenta que, en tiempo presente, los planes iniciales para esta plaza han sido superados por el curso del tiempo y el uso social del espacio. No es mi objetivo, realizar un análisis diacrónico de los usos de la plaza durante los últimos casi tres siglos, sino aprovechar el presente para ilustrar este artículo.
La Piazza di Spagna en nuestros días viene constituida como una de las atracciones turísticas por excelencia de Roma. Su localización y sus valores artísticos-arquitectónicos la configuran como una de las imágenes más consumidas de la ciudad, en uno de sus iconos más representativos, un lugar común por excelencia, una topía, que parece corresponder con la idea de un valor estético medio impuesto a la fuerza (Jakob, 2009). Las escaleras de la plaza, su principal elemento caracterizador, hace ya tiempo abandonaron su rol de espacio de tránsito para convertirse en lugar de detenimiento, de pausa.
La variabilidad de acciones en función de un estado de movimiento o reposo son innumerables. La pérdida de su condición inicial de espacio de tránsito en su producción social es fruto del uso creativo del espacio social por parte de los usuarios. Los escalones, ahora convertidos en asientos, se revelan entonces como espacio para charlas y confidencias; para selfies y llamadas telefónicas; tentempiés en medio de la vorágine turística y picnics en el centro de la ciudad inmortal. El espacio urbano, al igual que el “natural”, no escapa a la maldición de nuestra época, el antropoceno, y, por tanto, se ve igualmente afectado por nuestros intervalos de tránsitos y paradas.
Esta nueva construcción social de la escalinata de Piazza di Spagna no solo contravenía el dinamismo inicial de sus diseñadores, sino que trajo asociado problemas de utilización, entre los que destacó de sobremanera la acumulación de residuos producto de los nuevos hábitos de los usuarios. En ese instante, las instituciones se dan cuenta que, en palabras de Duccio Canestrini, “el turista es el peor enemigo del turista” (2009:35), valoración que extendemos en nuestro caso a la categoría analítica de usuario del espacio público. En una economía tremendamente segmentada y especializada en el sector servicios y el turismo, el valor de uso de un bien -en este caso un espacio público, una plaza- puede causar un perjuicio sobre la propia constitución y existencia del bien de manera que éste deje de ser considerado como una fuente potencial de ingresos.
El problema planteado atañe, pues, al uso del espacio público -ya sea por parte de los turistas o los nativos– que puede revertir en una pérdida de valor simbólico del lugar y, de manera correlativa, en una de las fuentes principales de ingresos de la ciudad. Las opciones, llegado el momento, parecen claras. El ayuntamiento, responsable del mantenimiento de su patrimonio, ha de constituirse como diseñador, ha de volver a definir la producción social del espacio delimitando así el tipo de acciones sociales que pueden tener lugar sobre el espacio público. En términos de Karl Popper (1972:93), los políticos habrían de convertirse en “ingenieros sociales fragmentarios” , poniendo a su disposición todos los medios y conocimientos a su alcance para la consecución de un fin o una meta, como podría ser la limpieza y mantenimiento de la Piazza di Spagna. La solución, en este caso, se presenta problemática debido a la siempre inevitable incertidumbre que produce cualquier intento de controlar el factor humano por medio de instituciones.
Patrocinando el espacio público, privatizando el espacio público
A un inicial planetamiento de control social, debiera añadirse la petición, el deseo, de la asociación de comerciantes Piazza di Spagna de ofrecerle a la escalinata un lavado de cara, una nueva reforma en el entorno urbano inmediato tras aquella de 2014 que tuvo como epicentro la Fontana della Barcacia de Bernini. En este caso, como en muchos otros, debemos tener en cuenta, como primer factor, que las municipalidades ya no pueden -o no quieren- hacer frente a algunos gastos económicos que, en contextos de merma productiva o contracción económica, podrían ser considerados como un despilfarro por parte de los votantes. La fórmula empleada en estos casos para la intervención urbana no es otra que el patrocino, el pago por parte de entes privados de los proyectos públicos, a cambio, eso sí, de espacios publicitarios en enclaves genuinos y unos -supuestos- réditos comerciales a posteriori.
El proyecto de limpieza y reforma de la escalinata de Piazza di Spagna asciende a un monto de 1,5 millones de euros que vienen pagados, integramente, por la marca italiana de joyas y artículos de lujo Bulgari, que tiene un negocio a escassos ciento cincuenta metros, en Via dei Condotti. Otros casos de espacios urbanos patrocinados por empresas, sin salir de Roma, los encontramos en la inversión de Fendi en la Fontana di Trevi o el aporte de Tod’s para reconstruir parte del ajado del Coliseo; en Milán, en cambio, serán Versace y Prada quienes, conjuntamente, realicen un desembolso cercano a los tres millones de euros en el mantenimiento de la Galleria Vittorio Emanuele II, a cambio de una boutique su interior que, más tarde, será sustituida por una flagship store.
Es claro que estas esponsorizaciones no son inocentes, no se esconden tras ellas un simple deseo benefactor filántropo por mucho que Gian Giacomo Ferraris, director de Versace, afirme que se sienten responsables “culturalmente” y “socialmente”. Estos nuevos mecenas del espacio urbano no pueden alterar su constitución, la producción social del espacio, pero sí pueden -intentar- (re)definir y (re)conceptualizar el uso de los espacios públicos al influir en la construcción social de los mismos. Tras una gran inversión que pone en liza (y casi podríamos decir que (re)nomina) a una gran empresa y le otorga una ingente suma de valor añadido a su modelo de negocio, era de esperar que los responsables no dejasen que la vida social volvería a inundar la escalinata de Trinità dei Mori.
Paolo Bulgari, presidente de la firma, expresaba su preocupación afirmando que “Hemos gastado mucho dinero para que vuelva a su esplendor, pero si no se ponen reglas muy precisas, Trinità dei Monti volverá a ser, en pocos meses, lugar de acampada para bárbaros”. El empresario trata de salvaguardar una inversión, un regalo a la ciudad, privatizando el espacio público y legislando sobre él en base a la contribución económica aportada. Observamos un intento de legitimación de la acción sobre el espacio urbano y público a través de la inyección de capital, bien al erario público, bien a la realización de obras y proyectos. El dinero gastado en el mantenimiento de la escalinata de Piazza di Spagna sirve al empresario para ordenar sus usos.
La propuesta de acotar el espacio durante las noches fue rechazada por los entes políticos públicos. El título de la película de Rosellini “Roma, ciudad abierta”, vuelve a esgrimirse como lema para garantizar el tránsito y la libertad de uso, para, en definitiva, que vuelvan a ser los ciudadanos, los usuarios, quienes, a partir de la práctica social, construyan socialmente el espacio. A pesar de esta vuelta a la normalidad, la presencia policial ha aumentado en la zona, aunque sin alterar en demasía el comportamiento de las personas.
La interferencia del capital privado en la vida pública a través de la esponsorización de los espacios públicos, en este caso, parece no haber alcanzado su objetivo. Ni el ayuntamiento de Roma ni los ciudadanos admitieron las imposiciones relativas de Bulgari en cuanto a la producción social del espacio. Ahora son otros actores sociales, como los medios de difusión de masas, quienes actúan como voceros y defensores de cambios en las acciones ciudadanas. Apenas cuarenta días después, en la edición de Roma del periódico La Reppubblica (03-11-2016) podemos Corrado Augias afirma que ha sucedido lo esperable: la vida ha seguido su curso, nada ha cambiado en la actitud de aquellos que transitan las escaleras de Trinità dei Monti.
Futuro
No es tarea, ni misión, nuestra ocuparnos del porvenir o de aquello que deparará a un enclave singular y turístico como la Plaza de España romana. El conflicto es evidente, patente, y no tiene viso de resolverse porque existe una confrontación clara entre la idea de plaza y la materialización de la misma. Quizás sea una parte esencial de la espacialización que comentaba Low, siempre existirá una diferencia entre aquello previsto y aquello realizado, entre la construcción social del espacio y la producción social del mismo. Estas dos categorías dialogan a través de las acciones de las personas, confrontan dos concepciones del espacio y conforman la realidad.
Podríamos afirmar, asumiendo el costo de la equivocación, que las más de las veces son los constructores quienes abandonan a su obra a la incertidumbre de la acción social, a la espontaneidad de la vida. Como hemos venido señalando, la doble caracterización del espacio, material y cultural (o social), genera cierto grado de incertidumbre y dispone los usos del espacio al azar de las disposiciones humanas. Controlar o legislar el espacio público, con o sin coacción en forma de multas y penas, partiendo de la base de que el uso que le dan las personas es equivocado, supone ahondar en el desligamiento de la dualidad indivisible del concepto de espacialización.
Las dos concepciones que sobre el espacio confluyen no hacen sino ilustrar dos visiones distintas, dos cosmovisiones, y, por tanto, dos ideologías. Entraríamos en terrenos de Lefebvre (1974), situando así dos ideologías luchando por la (con)formación de un espacio, de una estructura urbana; una lucha política y creativa en la que no solo se pone en juego la apropiación simbólica del espacio o la espacialización de la cultura, sino la propio formación de las identidades múltiples del individuo.
Si el capital privado, la gran empresa, ha de ser quien guíe los pasos de la formación ideológica de aquellos pretenden diseñar el espacio público a espaldas de los ciudadanos, cabría aventurar una paulatina pérdida de representatividad de los mismos, viendo vulnerada su soberanía y la independencia de las instituciones que los representan. Son, en este caso, los actores económicos los que ideologizan la ciudad, el espacio urbano, llegando incluso -como Paolo Bulgari- a enjuiciarla y moralizarla al tratar a los ciudadanos, a quien habita el espacio, como “bárbaros”.
Esta última noción, tan vieja y notable como “nosotros”, nos devuelve a luchas dualistas, binomios inseparables que, paradójicamente, solo anhelan profundizar en esta separación. Si bien dentro de la espacialización de la cultura podemos ver o entender que son todos los aspectos de la acción social los que se entretejen para dar forma al espacio, al hablar de ideologías del espacio no nos sirven estas variables, sino las respuestas las preguntas “¿Quién y por qué?”.
Sin querer profundizar en esta última cuestión, sin la pretensión siquiera de esbozar un proceso dialéctico en la configuración del espacio público urbano, no podemos, antes de finalizar, sino recalcar la importancia de las ideologías en y del espacio. Hemos intentado partir de un análisis, más o menos, simbólico, pero es irresistible -quizás irremediable- apuntalar que en la formación de los espacios intervienen ideologías que, como hemos visto, pueden ser tendencialmente prejuiciosas y altamente etnocéntricas (“bárbaros”, recordemos), esgrimiendo la diversidad (diversidad de uso, concepción, ordenamiento, mantenimiento, respeto,…de un espacio) como fuente de conflicto.
Tratamos de afirmar que el espacio no es un elemento neutro escenográfico, no es un entramado de cartón sobre el que se recortan siluetas en movimiento. El espacio no ha de ser considerado como una mera referencia estática, física, sino como uno de los lugares de y en la cultura. Esta espacialización de la cultura -o culturización del espacio- nos debe abrir puertas, incluso a la imaginación, para poder comprender y analizar los fenómenos urbanos actuales. El espacio como símbolo, como arista de una cultura poliédrica, nos ha de permitir un mayor conocimiento, y acercamiento, a las personas que viven las ciudades y en las ciudades.
Bibliografía
Augé, Marc
1993 Los no-lugares: una antropología de la sobremodernidad. Gedisa
Canestrini, Duccio
2009 No disparen contra el turista. Un Análisis del turismo como colonización. Bellaterra.