La Escuela de Chicago y la ciudad como organismo
Antes que presentarse bajo una sencilla correlación “ciudad-organismo”, los sociólogos de la Escuela de Chicago, encabezados por Robert Park, desarrollaron una teoría ecológica humana aplicada al entorno urbano. La ciudad, considerada por Park (1999) como “el habitat natural del hombre civilizado” (p.115), no era solo un lugar creado por el hombre, sino en el que éste se recrearía a sí mismo. Concebida como un muesca reciente en el engranaje de la evolución, la ciudad suponía una suerte de experimento, de laboratorio, en el que las capacidades humanas innatas y pertenecientes a un entorno natural habrían de hacer frente a una nueva serie de condiciones sociales.
La vida en las ciudades fue descrita por Park, principalmente, a través de dos grandes regiones de cambio: la crisis de la costumbre y la tradición, por una parte, y la división del trabajo, por otra. Estas variaciones habrían producido un nuevo orden urbano que contrarrestaría con aquel otro orden natural, logrando así que las personas que habitan en las ciudades se conviertan en un problema tanto para sí mismas como para la sociedad (Park, 1999:116). Los problemas sociales, equiparables de manera absoluta a los problemas urbanos, no serían más que el intento de restauración del orden y el control social propios de un tiempo pasado.
A raíz de la especialización que trajo consigo la alta división del trabajo, Park (1999) define la ciudad como una constelación de “áreas naturales” caracterizadas por un medio y una función económica concreta (p.120). De forma un tanto ligera, Park afirma que dichas áreas surgen de manera espontánea y que se trata de un área natural “porque tiene historia natural”. La ciudad, como organismo, es el resultado de procesos de selección y distribución espacial de la población fruto de la competencia de los individuos de las distintas áreas naturales. Un mecanismo que actúa bajo “formas no completamente comprendidas”, pero que es considerado infalible en cuanto que “cada uno encuentra al final el lugar en el que puede vivir o donde debe hacerlo” (p.120)
Cada área, identificada también como suburbio, tendría así no solo una función económica, sino que presentaría un carácter distintivo. Si bien Park (1999) rechaza que cada área puede ser descrita como homogénea socialmente, a continuación asegura que “toda comunidad es hasta cierto punto una unidad independiente que posee sus propios modelos, su propia concepción de lo que es conveniente, decente y respetable” (p.120). La movilidad social vertical existente en este modelo de ciudad no solo atendería a la segregación espacial, sino que haría hincapié en la co-existencia “regiones morales” (Hannerz, 1986:36-37) dentro de esas mismas áreas naturales. de forma tal que los individuos deban adecuar sus códigos y conductas al nuevo área.
Al extender la visión al conjunto de la Escuela de Chicago (Hannerz, 1986) es posible observar dónde se materializan esas zonas naturales/morales y analizar quien las habitaba y cómo. Ernest Burguess propuso un modelo de círculos concéntricos para describir la ciudad. El área de mayor interés para los sociólogos de Chicago sería la “zona de transición”, un área intermedia entre el centro comercial de la ciudad y el área de trabajadores y alejada, igualmente, de las zonas residenciales. La “zona de transición” se convirtió en un espacio de estudio de agentes sociales tales como los inmigrantes, los hoboes, las bandas y pandillas,… un conjunto variado de comunidades que bordeaban la liminalidad y que se constituian -o así se entendían- cada una de ellas como un área natural.
Si la ciudad era concebida como un organismo, entonces sería plausible definir los problemas urbanos como “patologías sociales” (Burguess en Hannerz, 1986:41). La falta de adecuación respecto a la norma, a la naturaleza del ser humano, habría provocado situaciones de desórdenes localizados en áreas concretas de la ciudad. En cuanto al posible origen de dicho desorden, Park resulta, cuanto menos, ambiguo. En primer lugar señala al individuo como responsable de la mayoría de sus comportamientos problemáticos, pero, inmediatamente después, apunta hacia el área natural en tanto que “el carácter y las costumbres se forman bajo la influencia del entorno” (1999:121). La solución aportada por Park a las patologías urbanas es, por su relativa simplicidad, cuanto menos llamativa: trasladar a los individuos desde un área en la que obre negativamente a otra área en la que, mágica e irónicamente, actuaría decentemente sin saberse muy bien porqué.
Más allá de poner en valor la ecología humana y, de forma correlativa, las aportaciones de la Escuela de Chicago a la futura antropología urbana (Hannerz, 1986; Ullán de la Rosa, 2014), resulta de interés notar cómo, aun hoy, perviven ciertos aspectos de la ciudad como organismo. Una práctica urbanística corriente son los procesos de higienización o sanificación de los barrios, eufemismos utilizados para tratar de resolver determinadas problemáticas o, como diría Burguess, patologías sociales. La solución más común no profundiza en la creatividad: trasladar o expulsar a los habitantes de una zona con la esperanza de que, al encontrarse en otro lugar, actúen de manera diferente1.
Los tránsitos de la ciudad
Una visión contrastante de la ciudad puede obtenerse al subsumirla bajo la metáfora de “tránsito”. Amin y Thrift (2002) citan a Walter Benjamin como primera referencia a la hora de entender la ciudad como un espacio de tránsito, como un lugar fruto de entrelazamientos e improvisaciones (p.10). En la estela de los pasos de Benjamin, Manuel Delgado (1999) opta por diferenciar entre la ciudad -a la que delimita, siguiendo la definición de Louis Wirth, a su dimensión espacial- y lo urbano. “Fluctuante, aleatorio, fortuito,…” (p.25) podría decirse que lo urbano es cualquier cosa que tiende a a la desorganización, al desorden. Una forma más concisa de entender lo urbano es describirlo como “un estilo de vida marcado por la proliferación de urdimbres relacionales y deslocalizadas y precarias” (p.23).
Si para Park y la Escuela de Chicago una caracterización de la ciudad y/o de lo urbano a partir de adjetivos como poroso, ambigua, laxa, hubiera supuesto una afrenta al orden natural del ser humano, un indicio de un desorden patológico a eliminar, en la propuesta de Delgado (1999) esta inestabilidad, este desorden, se trata de “un instrumento paradójico de estructuración, lo que determina a su vez un conjunto de usos y representaciones singulares de un espacio nunca plenamente territorializado, es decir, sin marcas ni límites definitivos” (p.23). La ciudad propuesta por Park puede ser entendida como un sistema cerrado, homeostático, en el que cualquier variación pone en peligro la supervivencia del organismo y que, por tanto, ha de ser erradicado. Sin embargo, para Delgado, lo urbano se caracteriza como un proceso dinámico, abierto, en donde la sociedad está continuamente “produciéndose, haciéndose y luego deshaciéndose una y otra vez, empleando para ellos materiales siempre perecederos” (p,25).
Lejos de identificar como protagonistas de la vida en la ciudad, como hizo la Escuela de Chicago, a individuos pertenecientes a comunidades homogéneas ligadas a un territorio concreto, Delgado (1999) cede la primacía en el entorno urbano a unos “actores de una alteridad que se generaliza” (p.26). La otredad toma la forma de “múltiples sociedades peripatéticas” que recorren el espacio público a partir de sus bifurcaciones, sus intersecciones, y que construyen, en sus usos puntuales y transitorios del espacio, “una multiplicidad de consensos ‘sobre la marcha’”.
De forma análoga a Delgado, Michel de Certau (1999), al hablar de la ciudad centra su atención en los caminantes y sus andares, pero lo hará desde una aproximación lingüística. Para Certau lo urbano podría ser entendido como un texto compuesto por las trayectorias y los itinerarios de los ciudadanos en su deambular por las calles. Una suerte de redes de escritura que, en su avanzar, se cruzan y “componen una historia múltiple, sin autor ni espectador, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios” (p.3). Sin embargo, la “ceguera” no es la característica principal de las prácticas organizadoras de la ciudad.
Para Certau (1999) resulta de importancia la tensión existente, a lo largo de la dimensión vertical de la ciudad, entre la dicotomía arriba y abajo. Certau utiliza la metáfora de la altura para, haciendo alusión a Foucault, referirse a la “administración panóptica” que vigila, regula y ordena las prácticas sociales (p.5). El espacio sería, por tanto, un “espacio disciplinario” controlado por una serie de dispositivos y procedimientos técnicos encargados de transformar la multiplicidad de las prácticas, la alteridad y el desorden en disciplina, orden y control.
Lejos de afirmar el establecimiento definitivo del orden urbano, Certau (1999) ahonda en su tesis de considerar al acto de caminar como si fuera un lenguaje como un medio -subversivo, podría decirse- para reapropiarse del espacio (p.5-ss). Para Certau no es tan importante la existencia de una lengua como del habla: no se trata tanto del conjunto ordenado de posibilidades existentes como de la actualización de dichas posibilidades a partir de lo inespecífico de los hechos. El espacio no solo se vuelve discontinuo fruto de las selecciones, de las enunciaciones, que realiza el peatón, sino que mediante la acción de caminar se con-forman “un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer” (p,8).
Estas retóricas caminantes presuponen la existencia de un mismo espacio construido sobre el que ejecutar las variaciones o manipulaciones del sentido, así como la presencia de un “sentido literal” que emanese del propio sistema urbanistico. La ciudad queda entonces abierta al uso de metáforas y de figuras literarias, caminar es un acto que, al re-significar el espacio, desmenuza la aparente homogeneidad de la ciudad, su orden, y genera historias fragmentadas, jirones hechos de itinerarios y recorridos, en los que se inscriben la singularidad de los individuos, sus historias compartidas y el sentido de sus prácticas.
Conclusiones
En vista de lo expuesto anteriormente, puede decirse que ni el orden ni el desorden por sí mismos sirven de gran ayuda a la hora de describir, de forma categórica, la vida en las ciudades. Sin embargo, ambas perspectivas conducen a dos campos heurísticos diversos que, a su vez, pueden condicionar de manera diferente la vida cotidiana. Parece plausible, después de todo, que más que de una lucha dicotómica se pueda hablar de una extraña pareja de baile en la que todavía es posible focalizar la atención sobre uno de los dos bailarines.
La ciudad descrita como un orden-desordenado subraya el deseo, la voluntad, de definir y controlar todos los contenidos de la vida social bajo la falsa promesa de la homogeneidad. En cambio, entender la ciudad como un desorden-ordenado pareciera responder a una suerte de libre albedrío consentido, negociado. Ambas ciudades existentes sobre la misma base material, seguramente incluso existan en la misma línea temporal. Solo a través del trabajo de campo etnográfico seremos capaces de saber quien, entre estos dos bailarines, lleva hoy el ritmo de los bailes en la ciudad.
Notas
1. En relación a procesos de higienización véase Cuberos-Gallardo y Parra, 2018; para procesos de exclusión y segregación social consúltese Sama Acedo, 2009:174-283
Bibliografía